Bibliografía: p. [175]-178

La existencia misma de una sociedad supone que sus integrantes, aunque mantengan notables diferencias de todo tipo entre ellos, coinciden, no obstante, en la aceptación de unas bases comunes (convicciones, supuestos, exigencias, normas...) que constituyen condición y fundamento de su pacífica convivencia. Hay quienes consideran que la afirmación de una verdad lleva consigo necesariamente la pretensión de imponerla y que, por lo mismo, la posibilidad misma de la libertad y de la convivencia democrática exige la renuncia a toda pretensión de verdad y la presencia del más completo relativismo. Pero el relativismo constituye el mejor caldo de cultivo del totalitarismo: si no hay un orden de exigencias objetivas comúnmente reconocido al que apelar será el poder (quien o quienes lo detenten en cada momento) el que se auto-constituya en fuente de determinación e imposición de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, de lo verdadero y de lo falso. Por eso entre el riesgo de la imposición de una verdad total única y la renuncia a toda pretensión de verdad, no cabe sino el camino real del diálogo. Es a través de la búsqueda comunitaria, dialogal, como podemos converger en la aceptación de unas verdades comunes, antrop-morales, que no lo son porque acordemos afirmarlas, sino que hemos de afirmarlas porque lo son antes y por encima de nosotros. Y ese ineludible diálogo, a su vez, posible sin una mutua tolerancia empática en todas las direcciones. Verdad frente a relativismo, diálogo frente a imposición, tolerancia frete a cerrazón: esas son las exigencias que esta obra aspira a afirmar y fundamentar.