Hay en el hombre, tal como ha sido creado por Dios, un deseo de felicidad infinita que no puede colmar sino en la visión beatífica con Dios. Hay también en el hombre un deseo de verdad y de generosidad en el que radica su mayor dignidad. Pero el hombre constata también en si mismo el acoso del pecado, de la decepción y de la muerte. Por ello necesita una razón para vivir, una razón para amar, una razón para sufrir y una razón para morir.
Y es ahí donde llega la gracia de Cristo. Pero la gracia no es algo que Dios da, sino Dios mismo que se nos da en su intimidad intratrinitaria para hacernos hijos en Cristo y liberarnos del pecado y de la muerte. El Espíritu Santo nos introduce en Cristo como sarmientos en la vid, y una vez en Cristo, somos amados por el Padre dentro del mismo amor con el que ama a su Hijo. Y, al tiempo que la gracia nos diviniza, nos libera del pecado. Y todo ello sin eliminar la libertad humana. No en vano la Iglesia ha tenido que defender la libertad del hombre contra la predestinación.
Pero no es poco vivir en este mundo sabiendo que Dios nos ama con un amor increíble que no merecemos y que, con el arrepentimiento, el pecado no tiene la última palabra, como tampoco la tiene la muerte. La gracia es el anticipo del cielo, como decía el Cardenal Newman con frase feliz: "Grace in Glory in exile; Glory is Grace at home".